Últimos procesados por la Justicia Militar (IV) X Roger Rodríguez

CRÓNICAS DE 30 AÑOS EN PERIODISMO

7 de septiembre de 2014

 

La tapa de La Voz del 19 de julio de 1984. Anunciaba una 
liberación que la tarde anterior se había concretado.La tapa de La Voz del 19 de julio de 1984. Anunciaba una liberación que la tarde anterior se había concretado.

 

UN PASEO POR EL SEXTO PISO DE JEFATURA

 

Últimos procesados por la Justicia Militar (IV)

 

CON EL OÍDO HACIA EL PATIO

Cuando al mediodía del lunes 9 de Julio de 1984 me regresaron al Pabellón Artigas de la Cárcel Central, en el subsuelo de la Jefatura de Policía de Montevideo, sentí que todo había quedado congelado: me encontraba con el mismo escenario que había dejado cuatro días antes. Todos los presos miraban transitar el tiempo, sin mayor emoción. Fue feliz el abrazo con Alexis luego de mi aventura por el Penal de Punta Carretas, como el reencuentro con Julián Murguía, quien seguía leyendo a Cervantes y, de a ratos, volvía a enfrentar como a molinos de viento las piezas de ajedrez sobre el tablero que lo separaban de Aníbal Paino, el creador de la Triple A.

Los mismos compañeros de celda, permanecían sentados en los mismos lugares, algunos comiendo lo mismo que una semana atrás. Los bandidos, bandideando; los culpables, proclamando su inocencia; y los inocentes, sufriendo la injusticia. El Pollo, me contó con detalles la aventura que vivió su mujer cuando le dijo a mi esposa que me habían trasladado a Punta Carretas y provocó todo un revuelo que salió en los medios de comunicación. “Es la primera vez que ella es la protagonista y no yo que siempre salgo de frente y perfil”, bromeaba.

El falsificador de documentos, compartió su alegría porque en la próxima visita iba a recibir, por primera vez, a su ahijada radicada en Rivera. La niña de 12 años viajaba sola, especialmente a Montevideo para verlo. Era la hija de su sobrina exiliada en Brasil, a la que él le había hecho una documentación falsa para que huyera del país. La falsificación no había sido tan buena y todos terminaron detenidos en la frontera. A la “subversiva” sobrina terminaron por darle cobertura desde una organización internacional que logró para ella el refugio de ACNUR. Pero él no tuvo suerte: su delito de alteración de un documento público no se consideró un crimen político y marcho en cana.

Aquel jueves 12 de julio, la Asociación de la Prensa del Uruguay (APU) convocó a una marcha por la Avenida 18 de Julio con tres puntos de reivindicación: libertad de prensa, liberación de los periodistas encarcelados por la justicia militar y el cese de las presiones, sanciones y clausuras sobre los medios de comunicación. A Alexis y a mi nos corrieron lágrimas por las mejillas cuando aquella tardecita escuchamos por la ventilación del pequeño patio central de Jefatura a la masa que coreaba “Liberar, Liberar, Periodistas por Luchar”. En el silencio del Pabellón Artigas, con el oído pegado a las banderolas del patio nos sentimos fortalecidos ante aquel grito por la libertad.

Hace poco, un amigo facebook me acercó la foto que publico a continuación. Es un registro que desconocía de aquella marcha de periodistas que llegaron hasta la Plaza Cagancha. Y, para mayor emoción, en primera fila junto a la pancarta (“Libertad de Prensa –  Libertad de los Periodistas Presos . Basta de Intimidaciones. APU”, reza), aparece Walter Crivocacpich (recientemente fallecido), fotógrafo con quien compartí varias aventuras en aquellos tiempos de periodismo para Convicción y La Voz (fuimos juntos a San Javier al día siguiente de la muerte de Vladimir Roslik).

 

La marcha de la APU con Walter Crivocapich en primera fila.La marcha de la APU con Walter Crivocapich en primera fila.

 

LA PLANTITA DEL REENCUENTRO

En esos días Zelmar Lissardy (ex compañero de El Día, periodista del semanario “Aquí” y corresponsal de UPI) describió, como columnista invitado en La Voz, una anécdota que todavía me emociona cuando la leo o la recuerdo. Al pabellón de Cárcel Central, llegaron a visitarme mis hijos de tres y dos años. El pequeño, Sebastián, no alcanzaba a entender dónde se encontraba y no salió de los brazos de su madre. La mayor, Natalia, ya era una “Mafaldita” que todo preguntaba y a todos contestaba. Zelmar -todo un referente periodístico en mi vida- escribió un artículo titulado “Una gota a la planta del reencuentro” que al comienzo decía:

– Papá: ¿qué es este lugar donde estás?

– Una cárcel.

– (con cara de sorpresa, o de susto,o de ambas cosas) ¡¿Y vos qué hacés aquí?!

– Estoy preso.

– (con visible cara de sorpresa y preocupación) ¡¿Preso?! ¿Y qué hiciste?

– Escribí una nota que a unos señores no les gustó y me pusieron preso.

Traté de imaginarme los pensamientos que habrán corrido por la cabecita de Natalia, luego que su papá, Roger Rodríguez, le contestó sus preguntas. Pero me abrumaron los ojitos húmedos de la niña. A la siguiente visita vi entrar a Natalia buscando a su padre, abrazarlo con todas sus fuerzas y volverlo a interrogar:

– Papá: ¿cuándo te van a dejar salir de aquí? Sebastián (el hermanito) y yo te extrañamos mucho… Roger la miró con una sonrisa, tal vez escondiendo sus sentimientos, y le pidió que plantara una ramita, la regara y, cuando creciera, sería el tiempo del reencuentro. Natalia calló, bajó la mirada a sus manitos y quedó pensativa”.

La columna que Zelmar Lissardy escribió en las páginas de La Voz de la Mayoría.La columna que Zelmar Lissardy escribió en las páginas de La Voz de la Mayoría. 

Es curioso como cada quién recuerda una historia que presencia. En aquellos días Natalia estaba aprendiendo sobre el ulular de las sirenas: la de Ambulancia implicaba enfermos, la de Bomberos significaba incendio, y la de los policías, presos. Y, para una niña de tres años en aquellos tiempos no era fácil explicarle que presos podían estar lo que cometieron un delito o los que pensaban diferente. Natalia no tuvo dificultad en comprenderlo.

La anécdota que narra Lissardy tuvo un segundo epílogo: Luego que le conté la fábula de la plantita que debía regar para que floreciera y vernos, como modo de darle una tarea, Natalia bajó de mis brazos y se dirigió al agente que estaba de guardia en la puerta del pabellón para controlar las visitas. Quienes lo vieron dicen que se paró frente al policía, lo miró de arriba a bajo y le pegó un fuerte puntapié en la canilla. Volvió con las manos en la cintura, muy resuelta, a decirme: “Ya está, Papá”.

 

PESADILLA DE UN VIERNES 13

Siempre me pregunto quién será el perverso que escribe el guión de nuestras vidas. Me admiro de la forma como ese malabarista del destino nos coloca una y otra vez en un juego de mosqueta, para desilusionarnos ante lo que creíamos seguro o volvernos a enfrentar a una prueba cuando pensábamos que nos tocaba un poco de paz. No creo en azares ni astrologías, en maldiciones ni en predicciones, pero no dejo de leer diariamente el horóscopo. No hago caso de lo que dicen, que quede claro, pero trato de no contradecir sus advertencias… por las dudas. Y, es posible que sobre todo eso debí pensar aquel viernes 13 de julio de 1984, que se transformaría en una pesadilla…

Nuestros abogados, Hugo Batalla y Héctor Clavijo, habían logrado que la Justicia Militar habilitara la Feria Judicial para que el Capitán de Navío Ricardo Moreno atendiera nuestro pedido de excarcelación. Se aguardaba una decisión en cualquier momento, porque la presión que se ejercía desde todos los partidos políticos y desde organizaciones sociales y no gubernamentales locales e internacionales era muy grande. Nuestros defensores sólo nos pidieron una cosa: “¡Aguanten botijas!. Es fundamental que no hagan cagadas. Ya molestó bastante la amenaza de huelga de hambre por la que uno terminó en Punta Carretas. Sólo les pedimos un poco de paciencia para sacarlos de acá”.

Ni Alexis ni yo teníamos muchas ganas de heroísmos y ambos ya queríamos salir para escribir y, si era necesario, pelear contra la dictadura desde afuera. Pero no contábamos con el sadismo del sargento Brasil… Aquel viernes todos se aprontaban para la visita del día siguiente y no tengo dudas que el más ilusionado era el gordo falsificador que vería a su ahijada. Era comentario de los presos la emoción que tenía aquel hombre que pocas veces recibía presencia o paquetes de sus familiares de frontera. No recuerdo qué fue lo que hizo. Una falta tonta. Lo que no olvido es la imagen del sargento Brasil sonriendo al aplicarle la sanción por la que perdía la visita. Aquel granadero disfrutaba ante los ruegos del hombre que lloraba desconsoladamente pidiendo perdón y una oportunidad…

El grupo que lo acompañábamos tratamos de consolarlo, mientras desde el otro lado del recibidor del pabellón, el sargento Brasil largaba risotadas comentándole a otro policía, el agente Luna (a quien más tarde conocería), cómo se había rebajado el preso al llorarle para que le levantara la sanción. No sé qué hice en realidad. Recuerdo que sentí calor en todo el cuerpo y la sangre subió hirviendo por mi cuello. Quedé rojo de ira y con odio miré a Brasil, que estaba esperando algo por el estilo. Lo miré desafiante mientras se acercaba caminando rápido y todos los presos al ver la situación se corrían de su camino. Llegué a tenerlo frente a frente y no le bajé la mirada.

La situación sólo podía terminar en violencia. Brasil murmuró una puteada y se fue furioso hacia la guardia. Volvió más rápido de lo que pude reaccionar ante los comentarios de otros presos que me aconsejaban la retirada. “Rodríguez. Colchón. Ropas. Traslado. Sexto piso”, escuché en sus gritos, una orden entrecortada en la que descargó el aire, la bronca y el placer de sancionar a uno de aquellos periodistas que le habían desacomodado sus dominios. Fui al dormitorio, doblé el colchón con frazadas y ropas dentro, y a los tropezones me metieron en el pequeño ascensor en el que, sin despedirme de nadie, me llevaron al sexto piso. El mismo en el que general Líber Seregni había estado preso hasta unos meses antes.

 

¡UN “VIOLETA”! ¡UN “VIOLETA”!

En el sexto piso me esperaba el agente Luna. Un moreno de mediana estatura y manos cuadradas que, probablemente practicó boxeo. Ya era veterano. Sobresalían sus pupilas negras e iris marrón sobre la esclerótica dibujada por venitas ocres que denunciaban el cansancio por las horas extras o servicio 222 que sin duda hacía, como por una potencial insuficiencia hepática provocada por el consumo de alcohol. El agente Luna estaba enfermo. No sé si era doliente por lo que nunca pudo llegar a concretar, por lo que le obligaron a hacer, o por la desesperanza sobre lo que pueda venir. Era un guardia severo, pero los presos lo respetaban.

Trasladado al sexto piso, donde había estado preso el General Líber  Seregni.Trasladado al sexto piso, donde había estado preso el General Líber Seregni.

Me pusieron en una celda compartida. Estaba vacía la parte de arriba de una cucheta. Pocas veces en mi vida me sentí tan enojado. Tenía bronca con el sargento Brasil, pero también conmigo mismo por haber entrado en la trampa. Tan molesto estaba que no medí mi reacción cuando dos muchachos jóvenes se pararon a la reja y con tono amanerado me provocaron: “Ay, mirá que cosita preciosa que nos mandaron”, dijo uno. “A muchos le va a gustar la carne fresca”, dijo el otro. No tuve miedo, al contrario: “Muchachos, ahora estoy muy caliente. No me rompan los huevos. Después jodemos todo lo que quieran. Ahora no”, me salió. “Ta, con éste no se puede”, dijo uno de ellos con voz normal… “Después andá al fondo del pasillo que el Tito te quiere hablar”, agregó el otro.

El sexto piso al que me trasladaron se distanciaba por una puerta de hierro de donde habían estado Seregni y otros presos políticos. Era un celdario que rodeaba un pozo de aire cubierto por una malla metálica que lo separaba del piso inferior y del superior. Estaba entre presos comunes, varios de ellos acusados de “drogos”, otros por delitos financieros y un par por rapiña. No era la “Sala VIP” del Pabellón Artigas, pero estaban más organizados. Había un claro liderazgo del Tito, al que fui a conocer como me pidieron. Era un hombre de cincuenta años, en excelente estado físico, educado al hablar, que tenía muy claro quién yo era y por qué me habían llevado.

Sentado en un banquito, rodeado por otros tres presos y los dos jóvenes (que estaban allí por fumar marihuana), Tito me dio la bienvenida y estableció las reglas de convivencia del piso, que implicaban: cuidarse unos a otros, compartir lo que sobrara, no robar lo que faltara, respetar y respetarse, no meterse en los problemas de los demás y, sobre todo, no buchonear. “Vos te vas en pocos días. Tranquilo. Acá no te va a pasar nada, si no generás problemas que nos afecten a nosotros. Tus temas son tuyos, pero después que te vayas nosotros nos quedamos y de vos solo queremos que nos dejes un buen recuerdo… ¿Ta claro?”, me explicó con autoridad.

Al día siguiente mantenía el mal humor. Acepté conversar con algunos “drogos”, en particular con uno de cara rellena y bigotes mexicanos. “Estar preso por fumar es una pelotudez…”, decía en voz alta provocando a los muchachos con los que, evidentemente, se llevaba mal. “A me me encontraron una selva de maruja… Por eso estoy acá”, se vanagloriaba. Probablemente quería hacerse pasar por un gran narcotraficante para tener mejor estatus. Los demás no le daban pelota. Si se ponía medio pesado (evidente síndrome de abstención) lo dejaban solo y se refugiaban junto al Tito, al que el pendenciero respetaba.

Al tercer día, sobre las ocho de la noche se acercó Tito a mi celda y ordenó: “Rodríguez: Usted no salga de la celda, no oiga, no mire y no diga”. Asentí con la cabeza y no pregunté. Detrás vino mi compañero de celda, uno de los muchachos, que preocupado dijo: “Es que entra un “Violeta”…”. Lo miré con duda y me explicó: “Un violador de niños… Y lo están esperando”. Llegó como a las diez, cuando las celdas estaban cerradas. “¡Un violeta! ¡Un violeta!”, le gritaron en un tono amenazante y tenebroso. Lo metieron en la última celda del piso, la más alejada del ingreso. Los gritos me sobresaltaron pasada la medianoche. Fueron alaridos, llantos y golpes. Les abrieron las celdas y lo “visitaron”. A la mañana supe que lo habían internado en el Hospital Policial. “Es código carcelario”, se excusó Tito.

La puerta de la Cárcel Central en la sede de la Jefatura de Policía de Montevideo.La puerta de la Cárcel Central en la sede de la Jefatura de Policía de Montevideo.

 

LIBERADOS EN UN 18 DE JULIO

Fuera de la cárcel, Uruguay vivía con intensidad las negociaciones que a principios de agosto darían lugar al pacto del Club Naval. El dictador Gregorio Goyo Álvarez había perdido poder. Las Fuerzas Armadas se reunían con dirigentes del Partido Colorado y del Frente Amplio. El Partido Nacional se negaba a hablar mientras Wilson Ferreira Aldunate y su hijo Juan Raúl siguieran presos. Julio María Sanguinetti allanaba su camino a la presidencia con la aceptación del Hugo Medina, el general que nos había metido presos. Es posible que entonces comenzara a realizarse la llamada “Operación Zanahorias” por la que los militares intentaron “limpiar” las tumbas de los desaparecidos en varias unidades militares. Se cumplían cinco años de la Revolución Sandinista en Nicaragua y volvían a escucharse voces de quienes por años habían permanecido silenciados, en una apertura política y cultural de hecho.

El lunes 16 de julio trascendió que el juez militar C/N Moreno había aceptado darnos la “libertad condicional”, orden que terminó por firmar a última hora del martes 17. En la mañana del miércoles 18 supimos que los tres podíamos salir… pero, para recuperar la libertad, había una “condición”: debíamos pagar el costo de nuestros días en prisión. Una suma que los divertidos carceleros de la dictadura facturaron en unos 8 mil pesos. Era un día feriado, los bancos estaban cerrados y no sería fácil conseguir tal suma de dinero… La plata finalmente apareció, gracias a la solidaridad de personas y organizaciones. Los milicos no podían creer que se hubiera conseguido.

Era costumbre de los presos aplaudir al que salía. En nuestro caso dudaron por miedo al sargento Brasil. Los que arrancaron el aplauso fueron los del sexto y se sumaron los otros pisos en una ola de palmas que llegó al pabellón, donde los saludamos uno a uno. Fue un escándalo. Supongo que todos deben haber sido sancionados luego, pero quizás ellos también sintieron que algo se acababa… Con los colchones a cuestas salimos para aquella pequeña puerta de la calle San José. Nos esperaban algunos colegas. Recuerdo que Graciela Bianchi y Silvia Kliche que nos pusieron frente a cámaras y preguntaron cómo habíamos sido tratados. Con Alexis coincidimos en que habíamos entendido a qué se refería Líber Seregni cuando al salir de prisión definió su estadía como “Trato de preso”. Murgía, fue más poético e incisivo: “Les voy a demostrar que la pluma es más filosa que la espada”, amenazó sonriente. Alexis y yo prometimos un libro que en 30 años no escribimos (estos párrafos son mi modo de pagar aquella deuda). Publicamos sendas columnas en una contratapa de La Voz, que para ambos constituyeron un compromiso ético y de vida.

Contratapa de La Voz del 26 de julio de 1984, que nos marca un compromiso.Contratapa de La Voz del 26 de julio de 1984, que nos marca un compromiso.

Habíamos pasado 22 días presos. Curiosamente, nos encarcelaron un 27 de junio, aniversario del golpe de Estado, y nos largaron un 18 de julio, fecha de la jura de la Constitución. Murguía (hoy fallecido) siguió escribiendo contratapas en La Democracia. Alexis (actualmente encabeza la agencia publicitaria Da Vinci) se mantuvo como director de La Voz. Poco después, pasé a escribir en el diario Tiempo de Cambio, una hermosa experiencia que duró muy poco. Sin trabajo, acepté una beca de UNESCO para ir a estudiar al Instituto Internacional de Periodismo José Martí, en La Habana. Le mentí al juez militar para salir del país. Aún estaba “exiliado” en Cuba cuando asumió Sanguinetti y el Parlamento aprobó las Ley 15.737 que el 8 de marzo de 1985 impuso la amnistía. Fuimos los últimos procesados de la Justicia Militar y pasábamos a ser los primeros en la lista de amnistiados por la democracia…

 

Roger Rodríguez

(6 de setiembre de 2014)

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