LA REBELIÓN COMO SIGNO

Carlos Molina, nacido el 11 de setiembre de 1927 en Melo, capital de Cerro Largo, y muerto el 30 de agosto de 1998 en Montevideo, ha sido considerado como uno de los grandes payadores del Río de la Plata. Incluso, entre los cultores del canto repentista de varios puntos del continente, no han dudado en considerarlo como el mejor en su género a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Su importancia radica no sólo en el virtuosismo verbal conjugado a un inquebrantable compromiso ético-político, lo que lo llevó a afianzar la máxima hernandiana del “Martín Fierro” de un “cantar opinando” que en más de una ocasión le ha valido la cárcel y una serie de encontronazos con las manifestaciones más nazi fascistas del poder. Su importancia también radica en haber colaborado -junto a sus coetáneos Aníbal Sampayo, Anselmo Grau, Víctor Lima y Osiris Castillos, por nombrar a los más conocidos- a una reformulación del cancionero popular uruguayo durante los años 50 así como a la promoción de las nuevas figuras durante los 60 que hoy ya son referentes míticos: Los Olimareños, Daniel Viglietti, Tabaré Etcheverry, Alfredo Zitarrosa, José Carbajal. La figura de Carlos Molina vertebra, de un modo muy original, una relectura de la tradición más combativa del canto criollo en medio del desarrollo de una industria cultural que supo ser un polarizado campo de batalla en tiempos de Guerra Fría.
Quien se fije en su figura podría afirmarse que existe una especie de vínculo entre la condición de paisano, la raíz gaucha libertaria, y una cierta posición ácrata ante la vida. Con todo, eso puede llevar a un equívoco. Para empezar, diferenciemos “gaucho” de “paisano”. El gaucho es el resultado de un período que abarca parte del siglo XVIII y casi la totalidad del siglo XIX. El gaucho, en tanto individuo, enfrenta solo o con iguales el desafío de dominar a los animales y con ellos a la naturaleza en un territorio de límites y fronteras imprecisos, casi ajena a cualquier poder institucional. En el mundo de las vaquerías, está puesto en un orden social premoderno y precapitalista. La modernidad, vista como imposición de nuevas formas de actuar, de nuevas relaciones sociales, de trabajo y de producción, y de un nuevo orden político y psicosocial no está presente en el modo de vida proto anárquico del gaucho. De hecho, le quedan dos opciones según la lógica sarmientina que tanto pregonó el pensamiento de los doctores principistas en Uruguay: el exterminio o la adaptación. El gaucho que se adaptó es el paisano.
El paisano, como sucesor del gaucho, es la figura que simboliza las dificultades y los conflictos de la modernización. Relativiza el “atraso” de la población rural, problematiza el estatus periférico de un país en el cual la modernización no ha ocurrido en muchos aspectos, o ha ocurrido de forma incompleta. La cuestión es que para que se sienta asimilado a esa modernización tan precaria, se lo ha tenido que domesticar, extirpar de su idiosincrasia la rebelión y su desdén hacia la institucionalización de la ley y la justicia. Tuvo que aceptar el desdibujamiento de su condición de sujeto de derecho, como si fuera un castigo histórico. Y entre tanto desdibujamiento y disciplinamiento, se lo transformó en un obsecuente servidor de un sistema muy parecido al feudal. Si el gaucho encarnaba la revolución, el paisano encarna el conservadurismo en defensa de un status quo que lo oprime. Claro que siempre están las excepciones: Telmo Batalla y Carlos Molina son buenos ejemplos de un cantar que recupera, cada cual a su modo, un sentir libertario por parte del sector rural.
Por otra parte, no toda posición libertaria deviene en una adhesión al anarquismo. Pensemos en el caso de Serafín J. García, autor del durísimo “Tacuruses”, quien al decir de Alberto Zum Felde fue “el primero que, en el paisano pintoresco, ha visto al proletario; y en el campo el escenario de un drama revolucionario”. Sin embargo, pocos recuerdan que cuando escribió ese poemario tan peculiar era funcionario policial y del Partido Colorado. Ya el caso de Molina va por otra vía. Su vínculo con el anarquismo surge, en primera instancia, con su propia condición de ser un “rebelde” nato, y esa condición natural en él bastó para que en su pago se le hiciera evidente la injusticia reinante y brutal sobre la vida del paisanaje. Molina contaba que eso se le puso de manifiesto cuando el intendente de Cerro Largo estaba haciendo un reparto fraccionado de tierras municipales para que el pobrerío de la zona pudiera hacerse una casa a cambio de favores electorales. Molina respondió que si le iban a dar un pedazo de tierra para que él y su familia tuviera un lugar que fuera por ser un derecho, no para quedar atado a la prepotencia de un caudillo. Ese episodio fue el que terminó de sellar su destino.
Poco antes de instalarse en Montevideo, lee un ejemplar del periódico “Voluntad” que se editaba en el local del viejo Sindicato de Resistencia de Panaderos, en la calle Arequita, por el barrio del Cerro, que se dijo a sí mismo: “estos son de los míos”. Danilo Díaz, militante y colaborador de “Voluntad”, refería que un día de 1951 alguien golpea las manos y se encuentra “cual si fuera una aparición, una persona casi toda vestida de blanco, de poncho cruzado en el hombro y de botas. Le pregunto qué desea y me responde: vengo porque quiero hacerme anarquista”. A partir de allí, lo ya sabido: su militancia de toda la vida, su participación activa en la fundación de la Federación Anarquista del Uruguay junto a Juan Carlos Mechoso, Luce Fabbri, Gerardo Gatti, etc.
También es conocida la historia del enfrentamiento de Carlos Molina con Héctor Umpiérrez en 1956 en la ex cancha de basquetbol de Peñarol, que quedaba en Colonia 1970 casi Eduardo Acevedo. Empezó con un contrapunto de guitarras y, por cuestiones ideológicas (recordemos que Umpiérrez era muy afín a ideas de ultraderecha), terminó en un duelo de facones. Umpiérrez acabó hospitalizado con más de cincuenta puñaladas, lográndose salvar casi que por milagro, y Molina en la cárcel. Fuera de ese detalle, el vínculo de nuestro payador con sus colegas de oficio solía ser muy cordial. Claro que cuando había que medirse con el otro, desplegaba con maestría todo el arsenal verbal propio del cantar de contrapunto. Su capacidad de ironía, su contundencia conceptual, así como su ductilidad en las más diversas métricas del canto criollo, podían llegar a desarmar a más de uno. El caso Umpiérrez fue una situación extrema: eran dos visiones antitéticas de la función del canto y de las opciones a tomar que demandaba el momento histórico que derivaron en una agresión creciente hasta llegar a lo que se llegó. De todos modos, allí se reflejó la pugna que siempre estuvo presente en el canto popular: una vertiente reaccionaria y una vertiente combativa. Ambas se sostienen sobre la primacía de lo político en cuanto espacio confrontativo entre proyectos históricos o identidades sociales y culturales que se manifiestan como voluntades colectivas. O sea, lo político refleja la condensación de las distintas instancias del poder social a la vez que acuerda en otorgar o no a las clases populares un papel protagónico y activo. La relectura de la payada que realiza Molina, claro está, se diferencia de aquellas tradiciones que consideran a estas clases como “enajenadas” o desprovistas de conciencia. Por eso es que él se puso a crear un repertorio que diese cuerpo a esa reconfiguración de todo un imaginario colectivo, al tiempo que se posiciona como portavoz de un acervo musical situado en los márgenes de los rancheríos del interior, así como portador de un devenir histórico y social.
Daniel Viglietti, entre otros, ha destacado la condición solidaria y antisectaria de Carlos Molina. Era alguien muy dialogante con las otras corrientes de izquierda. Pensemos que estamos hablando de una época en que el concepto de revolución estaba a la orden del día, se creía que la misma era inminente y necesaria. Pese a que los vínculos entre el anarquismo y la izquierda de inspiración marxista llegan a ser algo tensas y ásperas (no faltan poemas y canciones en las que Molina tematiza esos desencuentros: “Utopía y realidad”, “Socialista… entre comillas” “Aprendamos a ser libres”), la revolución los vuelve partícipes unidos de un ritual de “transubstanciación”, de la historia hacia “lo constantemente y siempre más nuevo”. Si bien la posición de Molina era bastante clara, Viglietti nos trae a colación su falta de sectarismo cuando el Gaucho le canta los ocho fusilados comunistas, tras ese crimen, en abril de 1972. Pero también a Zitarrosa, cuando éste regresa al país y aún pesaba la censura, así como al Che Guevara y al Bebe Sendic cuando pronunciar sus nombres era condenarse de por vida al anatema inquisitorial. Pensemos, como detalle bibliográfico, que la Revolución Cubana encuentra en Molina su primer poeta en tierra uruguaya. En el libro que sacó conjuntamente con el payador Martín Castro, Hachando los alambrados (Editorial Cisplatina, 1959, Montevideo), se encuentra “La canción de los libres”, toda una declaración de bienvenida a ese acontecimiento histórico cuando casi toda la intelectualidad izquierdista de la época se preguntaba si era pertinente tomar lo de Cuba como algo significativo ya que no se correspondía con los pasos previos de lo que tenía que ser una revolución. Por otra parte, admiraba y respetaba a algunos cultores de la poesía o el canto criollo que se encontraban en las filas del Partido Nacional o el Partido Colorado. Recordemos cómo apadrinó por ejemplo a Tabaré Etcheverry, que venía de la línea saravista. Recordemos también que consideraba a Wenceslao Varela un maestro. Cuando Serafín J. García, vecino suyo en el Cerro, se encontraba algo más que pobre y enfermo, Molina había logrado junto a otros compañeros tramitarle una pensión graciable que le permitiera sobrellevar lo que le quedara de vejez de una manera más digna.
A través de sus composiciones, Molina ponía en evidencia el reverso del relato oficial que endiosaba el gaucho como figura épica. Para nuestro payador, el gaucho era el gran otro, el contraespejo de una sociedad colonizada que buscaba mirarse desde y bajo la perspectiva de las grandes potencias. El gaucho era lo inasimilable, la encarnación de un algo latente o de un orden alternativo que escapaba al código de una ley que insistía e insistirá siempre en presentarse como justicia. Pero desde Pablo de Tarso hasta Maquiavelo, desde Tomás Moro a Bartolomé Hidalgo, desde Serafín J. García a Derrida, se sabe que pocas veces la ley es justa y que lo que es justo pocas veces entra en lo legal.
Molina, desde su propia experiencia vital, desde su condición paisana sumida en la más extrema pobreza, lo supo a la perfección y se dedicó a reconstruir la víscera levantisca del gaucho desde el canto entendido como “arma de matar fascistas” en un medio completamente feudalizado como lo fue -y lo seguirá siendo- la campaña nuestra. En esa recreación se encuentran las sombras de Hidalgo y José Hernández. Pero también de Bakunin y Malatesta: una mezcla explosiva. Leerlo hoy frente al resurgimiento de los movimientos totalitarios es un recordatorio de viejas deudas pendientes que saldar. De allí la cruda actualidad de Molina.
Ahora bien, dije que el gaucho era el gran otro, el inasimilable del orden burgués. Hoy bien podría ser el ñeri, el plancha, esas nuevas categorizaciones del desclasado. No hay idealización clasemediera en semejante afirmación, es la constatación de que hay mecanismos sociales que no se han desarmado. Y mientras siga habiendo perseguidos y marginalizados, la gauchesca nuestra seguirá viva. Y Molina seguirá siendo el primer punk que pisó la Tierra.
Martín Palacio Gamboa

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