CULTURA
El cuerpo, una categoría política en disputa
Escrito por Nora Merlin
El cuerpo gozante de Freud y el cuerpo hegemónico neoliberal
La urgente reconstrucción de los lazos sociales presenciales se convierte en una tarea ético-política principal, advierte la autora.
Freud revolucionó la cultura al descubrir, además del inconsciente, un nuevo cuerpo. Diferenciado del organismo biológico y sin coincidir con la anatomía, se trata de un cuerpo gozante que se erotiza, inhibe, sintomatiza y angustia. El saber sobre su sufrimiento no pertenece a los expertos, sino al inconsciente alojado y escuchado por un psicoanalista.
La experiencia del análisis constituye una posibilidad de subjetivar la verdad de un padecimiento singular, que se diferencia del que definen los manuales, las clasificaciones y etiquetas universales recortadas por los expertos y sus protocolos. El singular sufrimiento del cuerpo pone a trabajar al sujeto del inconsciente, que se va haciendo responsable de la propia sexualidad.
La biopolítica neoliberal rechaza el cuerpo del psicoanálisis y pretende administrar una construcción del cuerpo asociada al organismo biológico, al individuo, a la propiedad privada, a un yo limitado por la piel y la imagen. Esta concepción biopolítica de la vida y del cuerpo se impuso, ganó la hegemonía cultural, constituyendo uno de los mayores daños que produjo el neoliberalismo al colonizar la salud mental y la física.
El hegemónico cuerpo neoliberal pasó a ser un producto orgánico que no se escucha, que es mercancía valorizada por una ideología empresarial y colonialista. El dispositivo de poder estimula creencias tales como que el individuo es el dueño, el gestor de su vida y de su cuerpo, así como el poseedor de una libertad ilimitada.
La “modernidad” que traía el neoliberalismo terminó resultando un fraude reduccionista, que rechaza la imposibilidad y forcluye el cuerpo del psicoanálisis. El neoliberalismo triunfante nos retrotrae al cuerpo pre-freudiano: un organismo biológico definido por el registro imaginario y la anatomía. Los manuales, los “trastornos”, la medicalización de las angustias y la industria farmacéutica ganaron la batalla cultural.
Se presenta algo aún más inquietante que podemos definir como una mutación tecno-cultural, que requiere ser pensada a partir de la pandemia. Durante el necesario distanciamiento social llevado a cabo por el coronavirus, el cuerpo neoliberal se anudó a la virtualización de la vida, fenómeno que ya estaba en curso pero que la pandemia precipitó.
Hoy nos encontramos ante una subjetividad que se comunica cada vez más por máquinas con la sustracción o mortificación del cuerpo, tanto en sentido singular como social, y cada vez menos por el encuentro vivo de los cuerpos. Las experiencias como el amor y la sexualidad ya no se despliegan y perturban a través de los lazos sociales, sino que se configuran hacia pseudovínculos donde el goce de cada uno no está prohibido.
El espacio virtual, imprescindible en los tiempos que corren, de ningún modo reemplaza la potencia palpitante de los lazos presenciales. La virtualización de la vida inhibe la capacidad para detectar el sufrimiento, la piel o el olor del otro y la afectación mutua de los cuerpos, que constituye la condición fundamental del amor, la transferencia y la política.
Para la concepción neoliberal del cuerpo basada en las imágenes, el rendimiento y la mercantilización de todo, la mutación tecno-cultural de la vida no representa un problema, limitación o desvitalización, sino que es considerada como un progreso y una economía.
Por el contrario, para el psicoanálisis la materialidad del cuerpo, sus agujeros, pliegues y sensibilidad solo se vivifican ante la presencia de los otrxs. El cuerpo construido desde el Otro y con los otros consiste en una categoría social, un sistema de afecciones recíprocas, donde se juegan y contaminan las experiencias personales y las estructuras socio-políticas.
La subjetividad está hecha de mundo: lo personal no es una posesión privada, sino relacional. La presencia sustancial del objeto voz, “las voces de la calle”, el encuentro sensible con el otro, constituye una experiencia intransferible en tanto acontecimiento temporal.
El cuerpo que aportó el psicoanálisis, tanto singular como social, abusado por el neoliberalismo, desvitalizado y rechazado por la revolución tecnológica, agredido por los efectos de la pandemia, es una categoría política que perdió la batalla con el yo como cuerpo neoliberal, estando en proceso de desaparición hacia lo virtual.
Resulta imprescindible la restitución, revitalización y reparación del cuerpo pulsional, sexuado y mortal que descubrió el psicoanálisis. La urgente reconstrucción de los lazos sociales presenciales se convierte en una tarea ético-política principal.
Nora Merlin es psicoanalista y magister en Ciencias Políticas.
El niño que jugaba con las letras
A nadie sorprende que un niño centroamericano crezca poco y que llegue a la edad adulta sin crecer lo esperado. La baja talla se asocia a limitaciones dietéticas propias del origen geográfico, y ambas explican que el primer empleo de muchos jóvenes sea cortar y vender el alimento responsable de la evolución del cerebro humano: la carne de res. ¿Qué hace un carnicero con tanta proteína ante sus ojos sin poder comerla? De ahí la fijación de Augusto Monterroso con la vaca hasta convertirla en su animal favorito. La imposibilidad de llevársela a la boca lo orilla a la mejor salida: domesticarla para reírse de sí mismo.
En 1959, por insistencia de Henrique González Casanova, que le dio un empleo en la UNAM en su primer exilio, Monterroso reúne varios textos dispersos que conformarán su primer libro. El retraso en el crecimiento, nunca compensado, podría relacionarse con la “demora” en su primera publicación, a los treinta y ocho años. ¿Es demasiado tarde lanzar un primer libro llegando a los cuarenta? Después de la primera edición de Obras completas (y otros cuentos), se arrepiente y teme no haber dedicado suficientes años para considerar concluido el aprendizaje. ¿Alguna vez termina ese proceso?
Aprendiz eterno, nunca se acomoda en ningún género. Del cuento va a la fábula, luego a la novela, a la entrevista y al diario personal. Ricardo Piglia dice que muchas novelas sin ripio hubieran sido buenos relatos o excelentes poemas. Monterroso lo pesca en el aire y su compromiso (borgiano) con la brevedad le impide ensuciarse las manos con la vulgaridad de las formas largas: “Un libro es una conversación […], y la novela viene a ser un abuso en el trato con los demás”, mientras subraya “la mala educación” de Tolstoi o Victor Hugo. “Yo no escribo, yo sólo corrijo”.
Tallerista apasionado cuyo alumno más destacado es Juan Villoro, enseñaba lo que él necesitaba aprender, y terminaba haciéndose, y haciendo al lector también, compañero de barra de los autores de otra época. Los hace sentarse a los tres, referente clásico, lector actual y él mismo, en un salón para beber un café o un tequila frente a la mesa de billar.
En Movimiento perpetuo, volumen híbrido por la variedad de textos, incluyendo los treinta y un epígrafes relacionados con la mosca (guiño a Melville, otro mentor suyo, que rescató más de ochenta citas introductorias para Moby Dick), explica cómo se deshizo de quinientos libros ante la saturación que le producía acumular títulos por pura inercia, desaconseja el conocimiento directo de los escritores y hace una lista de los beneficios y maleficios de la lectura de Borges, partiendo del desencuentro que suele generar el primer contacto con su universo.
Erudito y juguetón –mezcla difícil de conciliar–, siempre se sintió más lector que escritor (Borges, otra vez). La modernidad le parece un espejismo y encuentra compadrazgo con los autores griegos o romanos. Platón, Luciano y Dante, Quevedo, Góngora y Swift desfilan y preparan el clima para destrozar a cualquiera, siempre con elegancia y sin alzar la voz, como cuando responde a la crítica de Susan Sontag al género de los diarios, al tiempo que esmerila la figura del doble: “Uno es dos: el escritor que escribe (que puede ser malo) y el escritor que corrige (que debe ser bueno). A veces de los dos no se hace uno”.
Leopoldo Ralón, investigador minucioso, implacable e ingenioso, anotador certero y observador penetrante, es el personaje que muestra mejor su capacidad de reírse de sí mismo e ironizar ante la vanidad que embarga a cualquier escritor en su paraíso del tonto solemne: “Pensaba, hablaba, comía y dormía como escritor, pero era presa de un profundo terror cuando se trataba de tomar la pluma”. Después de pasar siete años rumiando un cuento mientras lee todo lo relacionado a la materia, Leopoldo entiende que la retórica y la gramática “enseñaban cómo se escribía bien, pero ninguna cómo se escribía mal”. Igual, el profesor Fombona de Obras completas pasa cuarenta años dedicado a realizar traducciones, monografías, prólogos y conferencias que apenas le resultan útiles para destruir los sueños del colega más joven y mitigar sus propias ambiciones creadoras.
Después de tumbar todos los mitos y monumentos del mundillo de las letras, Monterroso abandona el registro humorístico y se vuelve autobiográfico en “Llorar orillas del río Mapocho”, declaración de impotencia y frustración por volver a tener que dar tumbos entre países, buscando trabajo de cualquier cosa. Nacido en Honduras, asimilado en Guatemala, radicado en México y exiliado en Chile y Bolivia, su vida fue una mudanza permanente. Nunca llegó a votar en ningún país y padeció hambre incluso de adulto, entre exilio y exilio.
En La letra E, su diario, envidia a los “escritores de verdad” que “ven más, son más listos, perciben cosas que yo no alcanzo a detectar ni a mi alrededor ni en los libros”. Le parece ufano alardear de las banalidades cotidianas (¡Ay!, si tuviera una cuenta de Instagram) y prefiere limitarse a sus vivencias literarias. Articula su día a día dentro, encima y debajo de los libros, nunca lejos de ellos. Las cosas que le ocurren son los libros que lee. Encuentra referencias clásicas como quien encuentra piedras en el camino, de un modo natural y nunca forzado. Al final toda la literatura, incluyendo la suya, termina pareciéndole banal, consciente de que ninguna obra maestra no publicada constituye una pérdida para la humanidad.
En Los buscadores del oro, sus memorias infantiles, repasa la historia de su familia en Honduras y menciona varias veces a su padre, impresor y fundador de revistas, como una presencia inestable que nunca funcionó como ejemplo, y que terminó consumido por el alcohol. El único recuerdo grato que Augusto guarda de papá es que le haya permitido jugar con los tipos de las máquinas impresoras para formar bloques de letras y armar nuevas palabras. Esta manía parece habérsele quedado en la cabeza para siempre.