Historia.
El origen de las llamadas de candombe
Hoy en día nos acercamos al candombe y las llamadas a través de espectáculos de verano, pero su origen se remonta al siglo XVIII con la llegada de africanos esclavizados a las costas del Río de la Plata.
Si bien la mayoría de nosotros probablemente conocemos el candombe y las llamadas de forma turística, en los barrios porteños de san Telmo y la boca o en las vecinas calles de Uruguay, el origen de esta expresión cultural se remonta al siglo XVIII, cuando los africanos esclavizados llegaban a las costas del Río de la Plata que se encontraba bajo dominio colonial.
Las llamadas y el candombe tienen un origen ritual, donde la música y la danza forman parte de las festividades religiosas en el continente africano, y que a partir del siglo XVIII dejaron de ser secretas en este lado del mundo, y se fueron incorporando a las tradiciones de la Iglesia Católica, que tiene una habilidad especial para apropiarse de culturas ancestrales y adaptarlas a la propia, buscando así llegar espiritualmente a sus miembros y acercarlos al catolicismo.
Sin embargo, esta asimilación y apropiación no se dio de la noche a la mañana. En Buenos Aires el gobierno del virrey prohibió las reuniones de los africanos sin supervisión en 1766, 1770 y 1790, aun así, en 1775 se les permitió realizar sus bailes en días domingos y feriados.
En esa época, la posibilidad de vivir la música y la danza de sus lugares de origen les permitía escapar por un día del arduo y muchas veces inhumano trabajo diario, era una forma de sentirse vivos y de vivir una forma de rebeldía ante las condiciones que debían soportar a diario, además de vincularlos de forma comunitaria.
La prohibición continuó hasta después de la independencia, y recién en el gobierno de Rosas se permitió a los afroargentinos realizar sus festividades sin inconvenientes.
En las costas vecinas de Uruguay también existían las llamadas, desde 1760 los amos permitían a los esclavos que fueran a las proximidades de las murallas que cerraban la ciudad de Montevideo, donde se reunían de acuerdo a su nación, y cada grupo llamaba a sus compañeros a medida que iban llegando cada domingo. Cada uno en su espacio (o canchita) realizaban sus cantos y bailes. A su vez, a fines del siglo XIX los miembros de una comparsa visitaban los de otros barrios, siendo el origen de las llamadas afro uruguayas.
En Uruguay, alrededor del año 1880 existían las “Salas de Naciones” donde se realizaba el culto a las entidades religiosas que sobrevivían a los años de represión e intento de ocultarlas. Cada una de ellas tenía sus reglas, figuras de autoridad como rey y reina, y los tambores, repiques, bombos y otros instrumentos se acompañaban de cantos y palmas.
En 2009 el Dia Nacional del Candombe que se celebra en Uruguay cada 3 de diciembre, fue declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, aunque algunos especialistas consideran que a través de los años esta tradición se encuentra cada vez mas mercantilizada, como explica Andrea Añón Monteserín en su estudio: “El Candombe en Uruguay : un patrimonio resignificado y expandido” [1]. Siguiendo a varios autores, Monteserín muestra como el candombe va perdiendo ante el público su origen histórico y las tradiciones que representa, para ser tomado como un simple espectáculo artístico para el turismo y la venta de entradas, esponsoreado por el estado y donde el protagonismo se pone en la competencia, dejando de lado la expresividad y el contenido cultural.
Con esto en mente, podemos acercarnos a las llamadas porteñas o uruguayas con una perspectiva un poco más amplia, y recordando que el candombe y las llamadas no son solo “alegría y carnaval” sino que tienen sus raíces en el continente africano y en el día de celebración que tenían semanalmente los y las afrodescendientes esclavizadas en nuestro continente y que lograron transmitir su herencia y cultura para que sobreviva hasta nuestros días.
Ser no-madre
12 enero, 2022

¿Cuántas formas de maternidad y no-maternidad , cuántos planetas nos faltan por explorar? ¿Cómo vamos a derribar uno de los más grandes mitos de la feminidad sin invalidar nuevamente las experiencias de madres y no-madres?
Twitter: @celiawarrior
Hace una década, cuando inicié la relación con mi pareja comencé también una relación con su hijo, que para esas fechas era un pequeño cachetón, pero desde hace por lo menos un par de años rebasó mi estatura y luego la de su papá y este 2022 cumplirá 15 años. Lo hice sin mucha idea de lo que podía suceder, pero con la conciencia de lo que no debía hacer: abstraerme de generar un lazo con la persona a quien más ama quien elegí como compañero.
Creo que ni el próximo quinceañero ni yo esperábamos convertirnos en lo que somos ahora: un no-hijo y una no-madre; en su caso, sin poder de elección del papel que le toca jugar; en mi caso, asumiendo una posición de facto a consecuencia de una elección tomada. Aunque él jamás me vio como una figura materna, ni yo tuve la menor intención de convertirme en una, el tiempo y el cariño compartido nos condujo a tratarnos como familia: él desde su lugar de hijo de mi pareja y mi no-hijo; yo, como su mamiga, desde ese sitio ambiguo al que llamo no-maternidad.
Esa no-maternidad ha marcado mi juventud de formas que aún desconozco. En varias ocasiones me he propuesto escribir desde ese lugar personalísimo —y por lo tanto político—, he buscado identificar mi experiencia en la de otras para tratar de comprenderla, pero las diatribas sobre la maternidad parecen pertenecer a las mujeres que sí son madres y a las no-madres no nos queda mucho que decir en ese aspecto. Así que todavía me es difícil desentrañar la complejidad de ese vínculo y los afectos que lo sostienen.
Ha sido un reto tan solo encontrar cómo nombrarnos sin utilizar la horriblísima denominación *putativo/va*, que incluso en sus varias definiciones: reconocido públicamente como padre, hermano, etcétera., no siéndolo o considerado propio o legítimo sin serlo, no nos encaja. El aspecto de lo que es considerado legítimo y el reconocimiento del público nos es sumamente conflictivo: el no-hijo odia que los extraños asuman que soy su mamá, mientras yo detesto que nuestro vínculo sea tildado como uno falto de autenticidad.
Hace unos días Natalia Flores Garrido, una economista feminista a la que ya he citado en otras Igualadas, reflexionaba en tuiter.com alrededor de, precisamente, la no-maternidad. Natalia escribió hermosa y lúcidamente sobre “Las metáforas de la No-Maternidad”, invitándonos a imaginar figuras más precisas para hablar de la experiencia de vida de algunas mujeres desligada de la maternidad.
“Ser mujer sin hijes se siente como llegar a un planeta desconocido”, escribió, al tiempo que expuso cómo “somos un grupo marginal”, pero en crecimiento: en México, en 2020 solo el 15.7 por ciento de las mujeres de 30 a 34 no teníamos hijos. Pero, de 2000 a 2020, el número de mujeres mayores de 40 años no-madres incrementó un 2.4 por ciento. Puedo reconocer parte de mi experiencia en su metáfora y al mismo tiempo sentir que yo llegué a un planeta más inhóspito aún.
Otras reflexiones e impresiones de la película La hija oscura [muy recomendada, ¡véanla ya!] avivaron la discusión en redes sociales sobre cómo las mujeres estamos retratando y desmitificando la maternidad en la actualidad. Y no pude evitar pensar en las posibles lecturas de quienes la miramos como no-madres, aunque sin duda se diferencien las vivencias.
En El triunfo de la masculinidad Margarita Pisano escribió que “La experiencia biológica de la maternidad, la ejerzamos o no, existe en nuestros cuerpos como potencialidad concreta de la continuidad de la vida”. La teórica feminista chilena también define la consanguineidad como un “eje ideológico que responde a un sistema de valores construido, donde la sangre se establece como concepto de igualdad y de diferenciación, al mismo tiempo que constituyen un gesto esencialista y pervertido”.
¿Cuántas formas de maternidad y no-maternidad, cuántos planetas nos faltan por explorar? ¿Cómo vamos a derribar uno de los más grandes mitos de la feminidad sin invalidar nuevamente las experiencias de madres y no-madres? Toca ensayar respuestas y seguir ampliando las preguntas.

Pensamieto
“La realidad nos obliga a tener que redefinir conceptos como proletariado, burguesía y lucha de clases”
Jule Goikoetxea y Albert Noguera son los autores de ‘Estallidos; revueltas, clase, identidad y cambio político’ (Editorial Bellaterra).
El Salto
15 ene 2022 06:00
Juntos han escrito un libro manejable: fácil de sujetar entre las manos y lo suficientemente divulgativo para leer en el metro a pesar de teorizar sobre conceptos políticos. Concretamente, sobre revueltas, clase, identidad y transformaciones. Albert Noguera es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de València; Jule Goikoetxea, de Ciencias Políticas en la Universidad del País Vasco. De forma casi epistolar —a través de una conversación— construyen y redefinen nociones que hace cien años parecían claras y hoy ya no lo son tanto. Como científicos de laboratorio, en vez de intelectuales de salón, parten de realidades sociales que dan pie al título de su libro, Estallidos, para ir tejiendo lo que académicamente enuncian como “imbricación materialista”.
Supongo que Frente Obrero, GKS y las rock stars de la izquierda española no leerán Estallidos, pero ¿por qué deberían leerlo?
Jule: Estoy segura de que hay gente que lo leerá siendo o no cercana a diferentes grupos que no necesariamente sean los nuestros. Frente Obrero lo considero una organización protofascista, por lo que el interés no será muy grande. Pero hay gente en la izquierda que, estando de acuerdo o no con lo que se plantea en el libro, lo leerán, y agradeceríamos que las críticas o ideas que les merezca, se pudiera compartir públicamente, para hacer un debate tranquilo con gente que no opina de la misma manera pero comparte trinchera.
¿Qué diríais que aporta vuestra libro?
Albert: Una redefinición de conceptos clásicos de la teoría marxista a partir del análisis de los estallidos sociales desde la metodología de la dialéctica materialista. A menudo, el marxismo ortodoxo utiliza conceptos como proletariado, burguesía y capital, e interralaciones, como explotación y lucha de clases, propios del siglo XIX, y los considera como si fueren verdades absolutas, universales y generales aplicables a cualquier tiempo y realidad. Jule y yo pretendíamos hacer lo contrario: partir de una realidad concreta para crear teoría. Observar cuáles son los sujetos, las consecuencias, las causas y los resultados de los estallidos. Y, como las realidades cambian, la teoría que deriva de ellas nos obliga, inevitablemente, a redefinir los conceptos.
La pureza ideológica nos parece peligrosa en todos los sentidos
Defendéis las identidades y recordáis que “luchar por llegar a fin de mes no es ser reformista”, realizando una crítica no demasiado velada a los ideólogos de la pureza y de un agradable paraíso distópico sin estructuras de poder.
Jule: No estamos a favor de la pureza porque nos parece peligrosa en todos los sentidos. Primero está la supervivencia material de la gente, no las teorías exquisitas que tildan de reformistas a trabajadoras de residencias que exigen salarios de 1.200 euros, en vez de la abolición del trabajo. Nuestra apuesta es poner en circulación teorías y visiones que sirvan a la gente. Desarrollamos la teoría, más que de la interseccionalidad, de la imbricación materialista.
¿Quiénes protagonizan los estallidos del siglo XXI?
Albert: Hay movimientos sindicales, antirracistas, feministas, pero normalmente quienes los protagonizan son una amplia masa de gente, mezcla de clases populares y de clases medias que comparten pocas cosas. Ni voto, ni estilos de consumo, ni niveles culturales. Comparten un conjunto común de agobios de su vida cotidiana: menores niveles de protección social, faltas en el transporte público, el incremento del precio de la luz, del alquiler y de la gasolina, etc. Asuntos que se han considerado como reformistas pero que, organizados, dan potencialidad política a los estallidos. Esas pequeñas reivindicaciones pueden proyectarse en procesos de transformación a largo plazo.
Hablemos de identidades.
Jule: Desde una izquierda reaccionaria están intentando introducir una escisión entre lo identitario y lo material y, además, convertir la identidad en identitarismo. Nosotras defendemos que la identidad es la dimensión semiótica de toda materialidad y no las contraponemos. No contraponemos materialidad a identidad, economía y cultura, porque desde ahí se desarrollan los discursos que ponen en primer lugar una causa de dominación y convierten el resto de causas en secundarias, despreciándolas. Por eso no estamos a favor de la división entre lo material y lo identitario. Son diferentes dimensiones de una misma cosa. Y, por último, tampoco estamos de acuerdo con el identitarismo: defendemos que la organización y la lucha para la emancipación debe articularse en base a los proyectos políticos. Es decir, adónde queremos llegar, en vez de dónde venimos, sin olvidar de dónde venimos y quiénes somos. Es posible hacer proyectos políticos emancipadores para una mayoría teniendo en cuenta lo que nos compone históricamente, pero poniendo en primer plano qué queremos conseguir políticamente.
Tal y como lo definió Marx, la clase no es una identidad, la clase es una relación
¿Podríais definir identitarismo?
Albert: Un tipo de identitarismo son, por ejemplo, los discursos anclados en la idea de centralidad proletaria, en los cuales la lucha en el campo económico salarial sería la única que transforma, mientras que todas las otras luchas, que consideran simbólicas, culturales o incluso algunos las llaman “agentes del neoliberalismo”, nos distraerían supuestamente de la lucha principal. Creo que todos esos discursos tienen el problema de que, aparte de no saber en qué mundo viven, presentan problemas teórico-conceptuales importantes: tratan la clase social como si fuera una identidad subjetiva, una cosa que se sobreañade al análisis económico, como si la clase fuera ser de barrio, ser hijo de padres sin estudios o hablar con un vocabulario determinado. Si realmente ser de clase obrera fuera eso, el proyecto de Marx de una sociedad sin clases nunca sería posible, a no ser que matáramos de golpe a todos los sujetos que comparten esos atributos identitarios, lo cual es bastante absurdo, porque al día siguiente de la revolución socialista no pasaremos todos a hablar con un vocabulario fino y a vivir en una casa con jardín sin tener que levantarnos a las cinco de la mañana para ir a trabajar. Tal y como lo definió Marx, la clase no es una identidad, la clase es una relación. No es la clase la que crea la relación, sino la relación la que produce la clase. Tú eres de una clase social no por ti misma, sino en relación a otras, que son de clase opuesta y se relacionan contigo a partir de una relación de explotación y dominación. Y como las relaciones de explotación y dominación no solo se dan en el ámbito laboral, sino también en los de género, de raza, etc., las mujeres y personas racializadas pueden perfectamente ser clase.
Fuente: https://clajadep.lahaine.org