Revista ALTERNATIVAS-⭐- Cultura- n° 692

1) Maurice Blanchot, la escritura del rechazo

2) Jorge Teillier: Hacerse poeta

☆3) Una novela de Luigi Pirandello sobre el ser y el parecer. Teatro

 


 

Maurice Blanchot, la escritura del rechazo

 

por Rosa Martínez González

Comunizar

Maurice Blanchot es todavía hoy un pensador inclasificable: escritor contra el acto de escribir, pensador contra la institución de la Filosofía, sus propuestas tanto en el ámbito de la teoría literaria como en el de la reflexión filosófica parecen resistir, dada su aparente oscuridad, a la comprensión de la cultura normativa. A lo largo de estas líneas intentaremos aportar algunas sugerencias acerca de dos de las nociones centrales que recorren toda la obra de M. Blanchot: los conceptos de refus y de révolution.

 

La nueva tarea del escritor: escuchar el refus, hacer la révolution

Lo primero que habría que destacar es que si ambas nociones –rechazo y revolución– son centrales en el pensamiento de M. Blanchot no es tanto porque caractericen su posición política –que también– sino, ante todo, porque definen lo que, según él, determina la exigencia ético-política de toda actividad literaria crítica: la literatura como el espacio situado en el entretiempo de la revolución, aquel en el que la Ley calla y habla el refus (el rechazo) al orden establecido, el murmullo anónimo del afuera.

La exigencia política, exigencia unida a la función del escritor (de la escritora) como intelectual –más específico, en sentido foucaultiano, que clásico– implica que éste (ésta) no hable más en nombre de nadie ni por nadie, sino que se limite a ser un mero portavoz que solo irrumpe en la escena pública, rompiendo su silencio, cuando la urgencia de los acontecimientos le insta a responsabilizarse del prójimo exponiéndose públicamente con el modelo aún fresco en la memoria –como advierte Blanchot en Los intelectuales en cuestión– de la resistencia al fascismo (2003: 87). La exigencia política es también, por la misma razón, una exigencia ética con el prójimo, con Il (con el/lo otro) y esto es lo que conduce a Blanchot a una búsqueda incesante de una comunidad, en cierto modo, imposible, compuesta por todos aquellos individuos o experiencias que no tienen comunidad, cuya experiencia, razón o discurso habrían sido expulsados de antemano a los márgenes, al exterior de una cultura de la que, paradójicamente, no pueden participar, pero en la que, de un modo perverso, se encuentran encerrados, tachados, mutilados, silenciados y de la que, por eso mismo, no pueden escapar. Y en esa búsqueda de la palabra prohibida, silenciada o expulsada al afuera de la obra cultural de su tiempo es donde Blanchot insiste en el alcance de esa comunidad otra situada siempre en el horizonte del comunismo.

 

El Tiempo de la Revolución. La otra Razón

En La Raison de Sade, publicado por primera vez en 1963, Blanchot reflexionaba sobre lo que requiere una revolución para ser considerada como tal. Concluía allí que, para serlo, una revolución debía surgir del poder del rechazo (refus) al pacto social establecido y de un acontecimiento en el que se instaurase un estado “sin ley” o anarquía. La revolución representa, por lo tanto, durante algún tiempo, la posibilidad de una comunidad sin ley. Es el momento en que los individuos, unidos por el refus, reconquistan su propia soberanía usurpada en algún momento de la Historia de forma ilegítima. Y, en este sentido, tanto da que la revolución sea efímera, ya que lo esencial es que la Ley calle y que, en ese instante, aparezcan todas las posibilidades que habían sido silenciado por ella, demostrando, haciendo visibles para la imaginación política, que esas posibilidades, esas experiencias anómalas, problemáticas, demonizadas o fronterizas, esa comunidad sin Ley, son posibles y esto es así aun cuando el poder positivo se conserve o se reintegre en el futuro devolviendo las nuevas posibilidades al silencio.

Para Blanchot el tiempo de la revolución como el de la escritura es, en el límite, el de la detención del Tiempo, de la Historia y de la Ley. La revolución es, así, un hiato o cesura en la red homogénea del Tiempo y de la Historia donde el acontecimiento sucede. Es por ello que en este entretiempo, y no en el momento anterior o el posterior a su advenimiento, la revolución, como el imposible acontecimiento en el que la Ley, entendida como un orden político concreto, se quiebra, nunca se realiza ni debe interpretarse con la vista puesta en la otra Ley que vendrá, sino que debe entenderse como el lapso de tiempo en el que ella no existe (ya/todavía) apareciendo nuevas posibilidades para el pensamiento, para la comunidad y para la literatura, aunque éstas surjan desobradas como ocurrió, según Blanchot, en Mayo del 68.

En efecto, en el mayo francés, todo, inclusive el lenguaje, fueron, según Blanchot, respuestas fulminantes a la llamada del poder del refus. Una revolución –dice Blanchot– más filosófica y social que institucional, alejada de cualquier modelo revolucionario ya existente y, por el contrario, más ejemplar que real, en el sentido de la apertura de los límites de nuestra imaginación política como consecuencia de dicho acontecimiento. En Mayo del 68, nos dirá Blanchot (2010: 168), en efecto, como en general en toda revolución, el lenguaje consiguió romper con el código de la lengua, dejar de ser signo para convertirse en llamada impaciente, excesiva, inminente y siempre dirigida al afuera. Así, en “Los tres lenguajes de Marx” Blanchot describe la revolución como algo que atraviesa el tiempo y que se experimenta como una exigencia que nos interpela, que nos llama (2007: 95).

 

La comunidad de los que no tienen comunidad

Para Blanchot, la búsqueda de esa comunidad siempre desobrada, de algún modo inconfesable, y que mira al afuera conduce, como un horizonte insuperable, al comunismo.

El comunismo de Blanchot se encuentra muy próximo al del llamado grupo de la rue Saint-Benoît, llamado así por el lugar donde se reunían desde los años cincuenta un grupo de intelectuales franceses bien conocidos como Marguerite Duras, Dionys Mascolo, Robert Antelme y el propio Maurice Blanchot, entre otros (lugar que era el domicilio de Duras y Antelme). El comunismo de estos intelectuales franceses, algunos de ellos expulsados del PCF, se plantea en total oposición al Estalinismo, al Jdanovismo (o Realismo socialista como política cultural) y, en general, a toda ortodoxia de Partido. La comunidad (de los que no tienen comunidad) y el horizonte del comunismo, que excluye y se excluye de toda comunidad positiva (incluida la del Partido), aparecen entonces, desde esta época de la obra blanchotiana, como la tarea fundamental del (de la) intelectual: una exigencia infinita, en línea con el conjunto de rechazos que conducen al imposible acontecimiento de la révolution.
Así, para Blanchot, la nueva tarea del escritor (de la escritora) supone –diríamos hoy– un ejercicio de contracultura que no cobra verdadero sentido hasta que no provoca, de algún modo, la ruptura con un estado de cosas vigente. Esta ruptura puede ser parcial o puede coincidir con un refus político masivo del orden establecido que conduzca a una revolución, como ocurrió, según Blanchot, en el mayo francés. Y exactamente eso es la révolution, un refus masivo que afecta a todas las capas y dimensiones de la existencia y en la que la sociedad termina aliándose con su propia ruptura (2010: 167).

Con semejante tarea o exigencia de partida es claro que para Blanchot el escritor (la escritora) ya no obra ni interpreta la realidad de su tiempo desde su torre de marfil, sino que su exigencia le conduce a escuchar la llamada a la acción política cuando las circunstancias le interpelan, abierto a una experiencia que ya no es la de la Realidad que excluye o limita.

Para Blanchot el comunismo representaba en su época no sólo un hiato teórico, en tanto nueva exigencia ético-política, sino también una ruptura determinante con respecto al estado de cosas de su tiempo (y todavía del nuestro): el mundo liberal-capitalista (2010: 157). El comunismo, en definitiva, aparece así, en primer lugar, como aquel horizonte del que hablábamos antes, que es el de todo aquello que excluye (y se excluye de) toda comunidad positiva; en segundo lugar, en su dimensión superadora del horizonte forjado por el capitalismo liberal y, en tercer lugar, como advierte Blanchot en “El comunismo sin herencia”, como aquello que repele todo patriotismo en la escucha atenta a la llamada del afuera, que no es ni otro mundo ni un trasmundo (2010:155 y 156).

Es por todo ello, en suma, por lo que para Blanchot la experiencia de la escritura en sentido crítico exige un sacrificio. El autor (la autora) debe desaparecer ante la obra, y ésta ante la propia experiencia, realizando un salto (crítico) del Je al Il, un salto al neutro que, rompiendo con todo realismo, arroje al escritor (a la escritora) hacia otra forma de experiencia en la que, superada la soberanía (la soberbia) del Yo, pueda hacerse cargo, en línea con el refus, de la palabra anónima silenciada, de la otra razón señalada como anormal o excesiva, del imposible acontecimiento que no cabe en la Historia (2008: XIV, 487).

Marzo de 2022

 

Obras citadas:

(2003) M. Blanchot, Los intelectuales en cuestión. Traducción de Manuel Arranz, Madrid, Tecnos.
(2007) M. Blanchot, La amistad. Traducción de J.A. Doval Liz, Madrid, Trotta.
(2008) M. Blanchot, La conversación infinita. Traducción de Isidro Herrera, Madrid, Arena libros.
(2010) M. Blanchot, Escritos políticos (1958-1993). Traducción de Diego Luis Sanromán, Madrid, Acuarela.

Fuente: https://clajadep.lahaine.org/?p=31713

 

 

 

Jorge Teillier: Hacerse poeta

 

NO TAN HORROROSO CHILEColumna de Rodrigo Arriagada Zubieta

 

 

 

«En Chile muchos mueren y seguiremos muriendo de alcohol, de tabaquismo y, en lo que vendrá, de adicción a los fármacos. Para ello no es necesario dedicarse a la literatura. Muchos nos narcotizamos, por exclusión, de algo que se inhala intenso, condensado en una sociedad fracturada, exitista e irrefrenable. De ahí que la grandeza de Teillier se pueda ubicar en haber construido por y en el lenguaje −y ese es el único modo de convertirse en poeta− esa Arcadia inexistente que postuló y que nos permite acceder, aunque sea a ratos, a ese lugar soñado donde se consuma la única certeza vital, irreductible a toda aspiración mundana y que él sintetizó de manera rotunda: que respiramos y dejamos de respirar».

Jorge Teillier (1935-1996) fue uno de aquellos que no sólo escribió poesía, sino que se dedicó a hacerse poeta. Frente a un ambiente dominado por el Neruda del Canto General (1950), el autor de Para ángeles y gorriones (1953-1956)fue en extremo lúcido para comprender el panorama literario y proponer años más tarde su propia teoría poética, esquemáticamente esbozada en un ensayo de 1965. La poesía de los lares obedece a la idea de que los muertos conviven con los vivos. Para los romanos el hogar no es sólo el lugar de reunión, sino de culto a los “lares”, pequeñas imágenes tutelares que cuidan a la familia, de ahí que lo familiar sea lo común, aquello que se debe preservar frente a una amenaza externa (familiaris).

El poeta lárico es- heideggerianamente- un guardián de la palabra y de una provincia, pero aquella no es un lugar geográfico, sino una provincia mental. Es claro que para Teillier el hombre está perdido en la ciudad, aspecto que lo acerca a Rilke. Pero de ello no se deduce que se pueda reducir la propuesta a la polaridad entre lo rural y lo urbano. De hecho, poco se aviene su poesía con la de los bautizados por Parra como “poetas de la claridad”, orientados hacia una estética criollista en los años 40-50. El poeta que crea Teillier, ya sea textual o biográficamente se adscribe de mejor manera a la idea del forastero, aquél individuo que está de paso y recoge algo para llevárselo, entre la ciudad y el campo. El espacio vital en que nació Jorge Teillier− Lautaro− fue una mezcla de herencia mapuche, chilena, francesa e inglesa, un lugar recién fundado, sin tradición. Y por lo mismo, si hay un regreso no es hacia un ambiente rural o campesino, como sí lo es hacia un País de Nunca Jamás. Por eso se ha dicho con justeza que si hay nostalgia en Teillier es del futuro. “El valor literario da lo mismo. El valor de vivir es lo que importa”, señaló en alguna ocasión. Y si se vive, es en medio de una sociedad de co-difuntos, donde él mismo se sabe muerto. Desde ese espacio imposible emana el misterio que entrañan sus versos, desdibujados por un estado amnésico, difuso, pero que se nos revela familiar por su carga de humanidad. El poeta es un artesano que escribe para el pueblo que está ausente o excluido, como en el entrañable Botella al Mar, una de sus cumbres: Lo que escribo no es para ti ni para mí/ni para los iniciados/Es para la niña que nadie saca a bailar, es para los hermanos que afrontan la borrachera y a quienes desdeñan /los que se creen santos, profetas o poderosos.

Hay pocos versos mejores que estos en la poesía chilena, ya sea que se los tome por sí solos o se los reconozca en su dimensión política, aspecto que se suele ignorar cuando se habla de Teillier. El poeta es político de una forma enteramente nueva, ajena a la adscripción panfletaria de Neruda, o a la crítica desacralizadora de Lihn. Y esta es una lección para todo poeta. Porque si hay política literaria ésta debe entenderse como el momento en que los que no tienen tiempo se toman el tiempo necesario para mostrarse habitantes de un espacio común. Esa distribución de identidades, de experiencias, de lo invisible, del ruido y de la palabra, es la política en sí. Y aquí está lo revolucionario en Teillier, acaso mucho más que en Neruda: es político al hacernos experimentar lo que en la modernidad no ha devenido nuestro: un camino nuevo para llegar a casa, el compartir juntos ante el fuego de la cocina, ríos en que suenan remos, o “bares metafísicos” en los que se pierde el tiempo con los amigos. En su poesía las cosas danzan sobre una línea quebradiza, sus versos nos invitan a admirar aquello que nos sobrevivirá, un lugar antropológico que existió o nunca ha existido: “Bajo el cielo nacido tras la lluvia/pienso que la felicidad no es sino/ leve deslizarse de remos en el agua”. He aquí, en una imagen, la felicidad auscultada en su humildad, en el proyectar la mirada sobre la mágica hendidura de las cosas, en el sonido de un desconocido que silba en el bosque.

El mundo que verdaderamente habitó Teillier fue el de hacerse poeta y para ello no cupo nacionalidad. Dijo: “Creo que es un signo de madurez no preguntarse ya qué es lo chileno. Las personas adultas no se preguntan quiénes son, sino cómo van a actuar”. Aquello implicó, por igual, asumir la poesía como traducción. Cosa curiosa, frente al siempre reclamado “larismo”, buscó su lenguaje y mitología lejos de casa: en Milocz, en Trakl, en René Guy Cadou, en Knut Hasum. Y a pesar de hacer escrito una docena de libros, su obra completa se puede leer como un único gran poema, enrevesado de voces ajenas

Tengo la impresión de que en la palabra actuar está la clave de Teillier. Sus fotografías lo inmortalizan: generalmente lo vemos en sepia, o en blanco y negro, en una línea de ferrocarril, con la misma vestimenta, en colores difíciles de identificar en el Santiago de los 90´s, y que más bien obedecen a una fabricación posterior, casi de laboratorio. Teillier interpretó hasta la náusea el personaje de sí mismo, uno que no cuesta demasiado jugar, eso sí, en el irrespirable Santiago de Chile: el del alcohólico que bebe por dos generaciones más hasta morir desangrado. Armando Uribe dijo que Teillier no sólo era poeta, sino que parecía poeta, deslumbrante y melancólico. Pero si se lo ha de recordar es por captar, como nadie, el entorno demasiado evanescente de la vida, el de las palabras como tierra húmeda, por iluminar el escenario de la atmósfera del instante intransitivo, inigualablemente sugerido en Twilight: viajamos y viajamos/aun sabiendo que todo no puede sino terminar/ en una casa miserable donde se mira/ esa luz obstinada en pelear contra la noche.

¿Se convirtió Teillier en poeta? Me atrevo a decir que sí. No fue, claro está, un poeta maldito, ni creo que haya tenido una vida demasiado terrible. En Chile muchos mueren y seguiremos muriendo de alcohol, de tabaquismo y, en lo que vendrá, de adicción a los fármacos. Para ello no es necesario dedicarse a la literatura. Muchos nos narcotizamos, por exclusión, de algo que se inhala intenso, condensado en una sociedad fracturada, exitista e irrefrenable. De ahí que la grandeza de Teillier se pueda ubicar en haber construido por y en el lenguaje −y ese es el único modo de convertirse en poeta− esa Arcadia inexistente que postuló y que nos permite acceder, aunque sea a ratos, a ese lugar soñado donde se consuma la única certeza vital, irreductible a toda aspiración mundana y que él sintetizó de manera rotunda: que respiramos y dejamos de respirar.

Rodrigo Arriagada Zubieta: http://www.rodrigoarriagadazubieta.com/

Fuente: https://buenosairespoetry.com/

 

 

 

 

 

UNA

Foto: Difusión

Una novela de Luigi Pirandello sobre el ser y el parecer versionada libremente como monólogo teatral

 

Llega desde Argentina para una sola función el unipersonal UNA, de Giampaolo Samà, con la actuación de Miriam Odorico, pilar de espectáculos como La omisión de la familia Coleman y El viento en un violín, de Claudio Tolcachir y la compañía Timbre4.

La elección del texto surgió de un pedido que le hicieron a Samà para hacer algo de Pirandello en ocasión de los 150 años de su nacimiento, celebrado en 2017. “La novela tiene un protagonista masculino, y Giampaolo –que es también actor– empezó a escribir un unipersonal para él”, rememora su pareja y colega Miriam Odorico. “Cuando leí la primera versión de la obra fue amor a primera vista y le pedí para hacerlo yo. La respuesta fue: ‘¡olvidate!’. Así que empezamos a ensayar y yo lo dirigía. En 2019, cuando ya todo estaba casi listo para estrenar, volví al ataque. Por fin Giampaolo cedió, volvió al texto, lo traspasó al femenino y me lo regaló. Ahora él me dirigía y yo lo actuaba. En marzo 2020 estábamos listos para estrenar cuando llegó la pandemia y el mundo se puso en cuarentena, así que fuimos los primeros en estrenar una obra por streaming. Filmamos a la mañana en el living de casa, donde ensayábamos, plano corto, fijo y toma única, y por la tarde estaba lista para su estreno digital”. Tuvieron más de 1.500 contactos en el canal Youtube de Timbre4 y por fin, en 2021, lograron estrenar de forma presencial. Este año van por la segunda temporada.

Uno, ninguno y cien mil es la última novela de Pirandello y, por tanto, posterior a su pieza más conocida, Seis personajes en busca de autor (1921), aunque se empezó a gestar en 1909 y se publicó en 1926, detalla la argentina. “Aquí se encuentran las principales características del teatro pirandelliano: el juego de roles, la máscara social, el ser y parecer, la locura, etcétera. Y sí, Pirandello tiene una marcada intertextualidad entre sus obras: por ejemplo, podemos encontrar textos de la novela en la obra teatral Enrico IV y si seguimos buscando, esta característica sale constantemente a la luz”.

Para la intérprete, el cambio de género le dio contemporaneidad al personaje: “Por ejemplo, los reclamos feministas, aunque no buscados, laten en todo el texto. Las mil máscaras que interponemos entre nosotros y la sociedad con las redes sociales, también se pueden entrever en la historia que contamos. Esto sucede porque Pirandello es un clásico y las temáticas que trata en sus trabajos siguen estando vigentes”.

Mediante este acercamiento al autor italiano con un director calabrés, como Samà, Odorico dice haber descubierto a un prolífico intelectual con una vida atormentada: “La locura de la mujer, internada en un loquero a los pocos años después de casarse; un loco amor no tan correspondido por Marta Abba, su musa inspiradora. Un hombre de teatro tan apasionado y talentoso y tan desafortunado en la vida de todos los días. Un reconocimiento tardío, por parte de la comunidad intelectual: el Nobel le llegó en 1934, sólo dos años antes de su muerte”.

¿Cómo surcó la compañía Timbre4 la pandemia y el cierre de salas? “Timbre4 se reinventó como casi todo el mundo”, cuenta Odorico. “Siguió con clases a distancia, funciones por streaming…”. Pero la actriz, que comenzó a actuar en 1975, no deja de transitar otros escenarios. Uno de sus acercamientos iniciales al cine fue en la icónica película de los años 90 El lado oscuro del corazón, donde interpretó a la primera víctima. “Los primeros pasos en un medio diferente (vengo del teatro) duelen, cuestan, como todo lo nuevo”, subraya de aquella experiencia.

En cuanto a cómo sigue su agenda, Odorico cuenta que continuará con funciones de UNA, de la imbatible La omisión de la familia Coleman y de Otoño e invierno, una obra de Lars Norén, con dirección de Daniel Veronese, todas en Timbre4. En octubre se estrenará una miniserie de la que forma parte: se llama El encargado, tiene a Guillermo Francella como protagonista y fue escrita y dirigida por la dupla de Mariano Cohn y Gastón Duprat.

UNA va el jueves 7 de abril a las 21.00 en el teatro Stella D’Italia (Mercedes 1805, esquina Tristán Narvaja). Se presenta con el apoyo del Instituto Nacional de Artes Escénicas (INAE) y del Instituto Italiano de Cultura de Montevideo. Habrá una charla-debate entre el director y la actriz con el público interesado el mismo jueves a las 10.30 en el INAE (Zabala 1480).

 

Fuente: https://ladiaria.com.uy/cultura/articulo/2022/4/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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